El
arquitecto destapó el tarro de café y comprobó que no había más de una
cucharadita. Abrió la cafetera italiana, la llenó de agua, y con un cuchillo
raspó el interior del tarro sobre el filtro hasta cuando se desprendieron las
últimas raspaduras del polvo de café revueltas con óxido de lata. Mientras
esperaba a escuchar los gorgorismos del líquido, jugando con un viejo
portaminas en una actitud de confiada e inocente expectativa, el arquitecto experimentó
una sensación de vacío en sus tripas. Era una mañana difícil de sortear, aún
para un profesional como él que había sobrevivido a tantas mañanas como esa. Durante
años, desde que empezó la crisis, el arquitecto no había hecho nada distinto de
esperar. Al rato, entró en la gran sala del estudio con una taza de café. Ya nadie
le acompañaría en la degustación sorbo a sorbo del aromático líquido oscuro: el
despacho se había convertido en unipersonal. Se sentó ante la única mesa que
tenía un ordenador conectado y se dispuso a informarse de la actualidad
económica en general y profesional en particular, deseando encontrar noticias
de reactivación en el mundo de la construcción, en el ejercicio de la arquitectura.
Apuró la taza y al no encontrar la información que tanto tiempo esperaba sobre
los compromisos gubernamentales de regeneración, rehabilitación y renovación
urbana, tantas veces anunciados, se mintió a si mismo para convencerse de que
realmente nunca había creído en tales promesas y se dijo en voz alta: no
esperaba nada, soy arquitecto y hoy
LOS ARQUITECTOS NO TIENEN QUIEN LES ESCRIBA
Realmente
ya lo único que le quedaba era su estudio, o mejor dicho, el cado donde mañana
tras mañana se refugiaba para olvidar la dura realidad que le asolaba
profesionalmente sin despertar las sospechas de su entorno sobre la penuria de
su situación, alimentando su espíritu con la ilusión de ser todavía un
arquitecto. –Si consiguiera el encargo de rehabilitación energética de ese
inmueble, todo cambiaría -se dijo. -¡Podría volver a poner en marcha la máquina
del despacho! Es preciso que haya una mínima financiación, que los sectores
implicados nos unamos y colaboremos unos con otros para convencer a los
mercados de la necesidad de renovar nuestros barrios y nuestros inmuebles; de
hacerlos sostenibles y eficientes, para tratar de arrancar un sector que
siempre ha sido principal en el país y del que han dependido, y podrían
depender otra vez, tantas y tantas personas.
La
mirada del arquitecto se perdía más allá del ventanal de la gran sala. Era
primero de mes y debía de pagar la cuota del seguro de responsabilidad civil. –Quizás
deba reducir aún más la escala de riesgo por la que pago mi cuota –pensó.
-Muchas de mis obras ya tienen ocho años y la posibilidad de siniestro creo que
es asumible. ¡Lo que no puedo hacer de ningún modo es cerrar el despacho! ¿Qué
haría entonces? ¡Aún soy joven para pensar en la jubilación! ¡Parece que pago por
mi responsabilidad con lo que no tengo para que otros puedan hacer frente a la
suya!
La
sociedad parecía haberse olvidado de los arquitectos, estigmatizados por una
imagen de manirrotos y caprichosos. Quienes deberían haber constituido su principal
objeto de atención lo estaban pasando igual o peor que ellos, pues la mayoría
no habían podido ganar el dinero que los profesionales sí habían ingresado y
eran carne de cañón en la crisis. Sí, muchos arquitectos habían ejercido su
profesión de espaldas a las necesidades de los ciudadanos, los habían tildado
de ignorantes por no rendirse a la bondad de sus diseños, ¿Por qué los
ciudadanos habrían ahora de recurrir a ellos? ¿Para que les volvieran a utilizar
como conejillos de indias? El arquitecto sabía que la sociedad ya no confiaba
en los suyos. ¡Pero él siempre había sido consciente de la función social de la
arquitectura! ¡Amaba su territorio, la gente que lo habitaba y conocía sus
virtudes, defectos, tradiciones y peculiaridades!
Se
giro en la butaca y comenzó a teclear ante el ordenador. Al pronto, sus pupilas
se dilataron al comprobar el extracto de la cuenta de crédito del despacho. Habían
pasado los recibos del mantenimiento de los programas informáticos que antaño
utilizaba y que se negaba a dar de baja, sabedor de que eso supondría el
principio del fin de su estudio. –Si me doy de baja de los programas, no podré
dar respuesta adecuada a un posible encargo. ¡Además, las normativas no hacen
más que cambiar y ya sólo se pueden hacer las cosas mediante soporte
informático! –suspiró. -¡No! ¡Como mucho me daré de baja en el programa de
cálculo de estructuras! ¡Las instalaciones, la eficiencia energética, los
aislamientos térmicos y los acústicos son el trabajo del futuro! ¿No aspiro a
obtener un encargo para mejorara la eficiencia energética de un inmueble?
El
Gobierno preparaba desde hace algún tiempo una ley que regularía las
diferentes profesiones antes llamadas liberales y sus asociaciones. Frente a lo
que pudiera parecer, el partido en el poder tenía muy claro a qué sociedad
aspiraba y quién gobernaba el mundo. Los mercados exigían organizar los
procesos productivos conforme a una lógica inhumana de rentabilidad a cualquier coste, y si los políticos querían mantener estatus y prebendas,
deberían rodearse de nuevos profesionales, de mentes acostumbradas
exclusivamente a la lógica funcional y mercantil, formados en ella, sin
veleidades estéticas o humanísticas. Y en ese nuevo orden, empezado a aplicarse
en la universidad algún tiempo atrás, gran parte de los arquitectos no tenían
cabida, no fueron formados de modo políticamente correcto. Muchos fueron útiles
al poder en las primeras fases del proceso de involución social, cuando se
trataba de materializar sus herramientas de seducción y sus sueños megalómanos.
¡Pero ya no eran necesarios, y algunos de los antaño semidioses ya habían caído en
desgracia!
Por
un instante el arquitecto retomó la idea, muchas veces desechada, de cerrar el
despacho. –Esto que hago no es Arquitectura, ¡No es nada! ¡No puedo atender las
deudas! ¡Cada mes ingreso menos de lo que mi actividad consume! –pensó,
golpeando con furia la mesa y haciendo saltar el ratón del ordenador. -¡Recapacitemos
un momento! Si cierro el despacho, dejo de pagar los programas informáticos,
los seguros, el teléfono, internet, la luz, la colegiación; y alquilo el piso
como vivienda… ¡voy a ingresar más de mil quinientos euros todos los meses
entre lo que entraría y lo que dejaría de pagar!
Muchos
compañeros del arquitecto habían cerrado sus estudios. Los más jóvenes habían
comenzado aventuras laborales en el extranjero y otros, los menos, se habían
unido en torno a alguien con contactos para trabajar en países emergentes. Pero
él había sido un solitario, su vida se había reducido a trabajar horas y horas
ante el tablero primero, el ordenador después, renunciando a una vida social
que quizás hoy le proporcionase algún rédito. No confiaba en su Colegio Profesional,
y cada vez que visitaba su sede, el desánimo y la tristeza de ver aquellas
dependencias, antaño llenas de movimiento y actividad, silenciosas y vacías,
sin las caras que tantas veces le habían atendido, le provocaba una profunda
desazón. -¿Para que sirve esto? ¿Hacen algo por mí? ¿Hacen llegar mi voz, y la
de mis compañeros a la sociedad, al ayuntamiento, al gobierno, a otras
profesiones que podrían ayudarnos a sentar las bases de una nueva forma de
trabajar?
Salió
a la calle a despejar su mente de los sombríos pensamientos, pero no pudo. Un
viento frío azotaba su cara provocando un lagrimeo constante en sus ojos. Pensó
en sus hijos, que en su día decidieron encaminar su vida profesional por sendas
distintas a la Arquitectura. –El estudio no va a servir profesionalmente a mis
hijos, nadie lo va a continuar así que ¿porqué no bajar la persiana? Si al
menos uno de los chicos hubiera continuado en la arquitectura, yo me plantearía
las cosas de otra manera. Así, -se dijo- ¿Qué sentido tiene consumir más recursos
en el despacho? ¿Hasta cuando?
El
arquitecto siguió caminando por las calles de la ciudad que tantas veces soñó
llenas de sus trabajos. Sus obras podían contarse con los dedos de una mano,
pero se sentía orgulloso de no haber ejecutado ninguna barbaridad. -¡En cada
proyecto he metido una cuña de arquitectura! –Así, grano a grano es como se
construyen las ciudades, como se consigue dotarlas de interés. -¡Cuanta
discusión para mantener ese pequeño detalle que yo consideraba fundamental para
conservar limpia mi conciencia! ¡Cómo las añoro!
De
repente se encontró contemplando la fachada de su primera obra. Su deambular
por las calles le había llevado, inconscientemente, delante de aquel primer
trabajo de recién licenciado que veía discurrir, plácidamente, el paso de los
años sin parecer una obra vieja. Sus ojos escudriñaron los diferentes detalles
que tanto le entretuvieron en su momento y su mente empezó a trazar nuevas
soluciones para ellos. -¡Se puede mejorar! ¡Siempre dudé y se puede mejorar! ¿Cómo
no me di cuenta de que el ritmo de los huecos debía de haber tenido otra
cadencia? En el despacho miraré de plasmar la solución, total no tengo otra
cosa que hacer…
Esa tarde
el arquitecto no levantó la mirada de la pantalla del ordenador, enfrascado en
corregir aquella su primera obra. Media docena de folios rodeaban el teclado,
llenos de dibujos, rayas y croquis, ocultando una gran taza de café casi vacía.
Era feliz tratando de solucionar un problema, irresuelto en su momento, y que,
realmente, pocos habían percibido. Por primera vez en mucho tiempo notaba vigor
en su persona; su ensimismamiento en ese trabajo aparentemente inútil le
aislaba de cualquier preocupación e impedía percibir el paso del tiempo, que
había dejado de existir conectándole con aquel instante de sus inicios
profesionales cuando empezaba a montar su despacho, sin medios económicos pero
con hambre de comerse el mundo, de vocear sus ideas, de cambiar y mejorar la
sociedad. -¡Si tuviera un programa BIM, ahora me plantearía el proyecto de otra
manera! -¡mañana llamaré al informático y le preguntaré cuando tiene previsto
algún cursillo! -Tengo que plantearme dominar ese programa, sino no tendré nada
que hacer los próximos años. -Con los honorarios de ese proyecto de
rehabilitación energética puedo aventurarme en esa inversión. Y si a raíz de
ese trabajo consigo entrar en la rueda…
Y en
ese momento íntimo de locura, con una luz en los ojos de la que nadie era
testigo, recordó algo que había olvidado: ¡Que su mejor proyecto estaba aún por
hacer! Levantando por primera vez, desde hacía horas, los ojos de la pantalla,
rebuscó la taza entre los papeles, apoyó la espalda en el respaldo de la butaca
y apuró el café. ¡No podía cerrar el despacho, era su alimento, lo que le
mantenía vivo, lo que le había permitido llegar hasta ese instante! Tenía que conciliar
las nuevas exigencias de organización productiva, con su manera de entender la
sociedad y la Arquitectura, seguir metiendo cuñas al pensamiento imperante, grano
a grano, obra a obra, informe a informe, por insignificantes que fueran.
Posiblemente esa decisión significaba seguir poniendo el hambre para que
comieran otros, pero tras más de veinticinco años de ejercicio profesional
Nunca es demasiado tarde para nada
P.D. Hace algún tiempo descubrí un claro paralelismo fácil de trazar
entre el argumento de “El coronel no tiene quien le escriba” y nuestra práctica
profesional de la arquitectura, siempre esperando un proyecto. Posiblemente
nuestros despachos sean como el gallo del coronel, o puede que nosotros, los
arquitectos, seamos el gallo de la sociedad. No lo se. En cualquier caso, no me
he atrevido a finalizar mi entrada con la crudeza con la que acaba el libro de
García Márquez, entre otras cosas porque yo no se escribir, porque no quería
ser muy amargo y porque hay quien lo pasa peor que nosotros; pero no cabe duda
que muchos profesionales si no cierran su despacho deberán comer lo mismo que
el coronel afirma que harán él y su esposa si no venden su gallo de pelea.
Me ha gustado mucho y me he sentido terriblemente identificado.
ResponderEliminarSigue así. Seguiré tu blog
miquel
Barcelona
Sí, realmente te hace reflexionar sobre el sentido de seguir ilusionándote en este día a día solitario, en esta espera... para, si todo sale como quisiéramos, seguir en esa lucha incesante contra todos para mantener tu integridad y aportar ese pequeño granito de arena!
ResponderEliminarO dejarlo todo y hacer ahora... qué?
magnífico
ResponderEliminarEl arquitecto del relato, finalmente, no se da por vencido. Sabe lo que es, lo que ha hecho, como lo ha hecho y hasta donde ha llegado. Es consciente de lo que es la Arquitectura y de su función social. Se niega a aceptar las doctrinas económicas dominantes como las únicas o como la verdad revelada por el omnipotentre dios mercado.Nuestro compañero se decide por conciliar las nuevas exigencias de organización productiva, con su manera de entender la sociedad y la Arquitectura, seguir metiendo cuñas al pensamiento imperante, grano a grano, obra a obra, informe a informe, por insignificantes que estas sean. Prefiere sentirse íntegro aceptando que sus ideas tampoco son inmutables pero comprometiéndose a luchar contra las patentes injusticias del pensamiento económico dominante que le ha llevado, nos lleva a todos, al imperio de la desigualdad, de la injusticia, de la inhumanidad.
ResponderEliminarNuestro arquitecto no busca un yacimiento específico de trabajo, un quehacer que le proporcione riqueza: busca una nueva aguja de marear que le permita sentirse bien consigo y con la sociedad a que se debe. Hay otras maneras de luchar, pero yo no creo en ellas.