Amelia
se mueve silenciosamente por la obra. Menuda y callada, los operarios se
sorprenden frecuentemente con su presencia junto a la puerta del patio de
luces.
-Tenga cuidado doña Amelia. Ya sabe que es peligroso
estar ahí.
-Vosotros sois quienes debéis tener cuidado, no os
vayáis a caer del andamio. ¿Cómo va la obra? ¿Va a venir el arquitecto?
Tan
silenciosamente como aparece, Amelia desaparece de la escena de los trabajos.
Se mueve por el edificio con tanto sigilo y delicadeza que pareciera tener el poder
de surgir a voluntad en cada recodo del mismo. En realidad, ella es parte del
inmueble que estamos reparando, ¡y una muy importante! Toda su vida ha
transcurrido entre esas paredes, estrenadas mediado el siglo XX, y no quiere irse
de este mundo sin devolver al edificio la dignidad perdida tras años de
descuido por parte de todos. Sus alegrías y tristezas, sus luchas y recreos,
sus éxitos y fracasos impregnan para siempre las paredes de las que ahora
tratamos de eliminar manchas y humedades; a las que en estos tiempos tratamos
de aislar del exterior. El edificio es más que su casa ¡es el registro de su
existencia!
-Buenos días Amelia ¡cómo está quedando la obra!
¿eh? ¡Ya verá cómo notará el aislamiento! ¡Y sobre todo, la nueva red de
saneamiento evitará filtraciones en su vivienda!
-¡Dios te oiga, Javier! ¡Lo mismo dijeron los
otros la única vez que les vimos! ¡Y eso fue el día que les pagamos!
-¡No exagere, Amelia!
-¡Ay, hijo mío! ¡Si yo te contara! ¡He visto
tantas cosas en esta casa! ¡Desde vecinos sin educación hasta gente del
ayuntamiento que pretendía no sé qué experimentos con el edificio! La casa
tiene casi setenta años y nosotros somos pobres y muy mayores ¿Recuerdas lo que
os dije a ti y al aparejador el día que os contratamos? ¡No nos falléis, haced
lo que creáis que debéis hacer pero sobre todo no nos falléis!
Amelia
apenas levanta la voz. Su hablar es pausado y familiar. Ha salido a nuestro
encuentro en cuanto ha escuchado nuestras voces en la luna(*) del inmueble
hablando con Dimitru, el contratista. En realidad acude a nuestro encuentro
como la abuela que siente a sus nietos llegar a casa y corre a plantarles un
beso antes de que ellos puedan decir hola. Va vestida con una bata de cuadritos
negros y blancos, ceñida con un cinturón del que cuelga un paño en el que se
acaba de enjugar las manos, y calza unas zapatillas negras de suela de goma. Es
su traje de faena, el que utiliza para recorrer sus dominios, los que van desde
la cocina al dormitorio y desde el comedor al zaguán ¡nada más! ¡Y nada menos!
-¿Queréis tomar algo? ¿Un café? ¿Un caldico? Hoy
hace frío, la boira es muy espesa y os sentará bien.
-Gracias Amelia no se preocupe. Tenemos un poco de
prisa.
-Javier, me ha llegado una carta de eléctricas. No
sé qué quieren con los contadores…
-A ver démela, que yo le explico…
Recuerdo
la primera vez que entré en la vivienda de Amelia. Es una vivienda ultrabarata sita
en una de las primeras barriadas obreras periféricas de Zaragoza, promovida en
los años más duros y oscuros en lo económico y social de la Dictadura: treinta
y cinco metros útiles distribuidos en un aseo, salón comedor con cocina
incorporada y dos dormitorios. Nada más entrar un penetrante olor, apenas
enmascarado por el de la cocción de unas verduras en la cocina, te golpea la
pituitaria y, junto con las manchas de las paredes, denota la existencia de graves
problemas de humedad, que contrastan con la limpieza y cuidado con la que Amelia
tiene ordenados sus enseres.
-A ver si podéis solucionar estas filtraciones. No
hago más que limpiar con lejía y pintar, y la pared no dura limpia nada. Pasa,
pasa a mi habitación y verás cómo está…
-¡Pero Amelia! ¡Cómo no ha denunciado antes esta
situación al administrador! ¡La pared está verde! ¡Esto es muy malo para su
salud!
-¡Quita, quita! ¡Qué salud ni que nada! ¡A mi edad
si no es una cosa será otra…! Y para arreglar esto te hemos llamado a ti. Lo
que más siento es que las fotos que tengo colgadas se han estropeado: las de mis padres, las de
mis nietos y sobre todo esta, la foto de mi boda ¡que guapo era mi marido!…
Amelia
es guerrera. Siempre lo ha sido. Obrera en un barrio obrero, ha sacado a su
familia adelante y no le debe nada a nadie. Cuando se ha de luchar, ella es la
primera en defender su casa, aunque no siempre le asista toda la razón. Ella
nunca alza la voz, y pese a su menudez, una fuerza vital incontenible se manifiesta
a través de sus ojos, resultado de la experiencia acumulada por quien sabe que para los de su cuna la dignidad sólo se conserva luchando sin reblar. En estas
ocasiones, Amelia cambia de apariencia y viste un sencillo traje de chaqueta
gris oscuro con un pañuelo anudado al cuello. Presumida, dice que hay que saber
vestir en cada sitio, en cada situación, aunque sea con unas alpargatas. Y así la
he visto asistir a las asambleas de propietarios o a las reuniones de la
Asociación de Vecinos del barrio.
-Yo no quiero ascensor. Lo más importante es
eliminar las humedades ¡la casa se cae a pedazos! ¡Para que gastar el dinero
que no tenemos en un ascensor si lo más importante es sanear el inmueble! ¡Cualquier
día se cae la casa y ya no será necesario ascensor ni nada! ¡Si alguien lo
quiere que lo pague: ya recuperará el
dinero cuando venda el piso! ¿No es eso lo que quieren algunos?
-Pero Amelia, las obras que proponemos van en
beneficio del inmueble, en beneficio de todos. Y creemos que podemos obtener
subvenciones para todo lo previsto: aislamiento, humedades y ascensor.
-También decían eso los otros arquitectos que
mandó el ayuntamiento. Y al final hicieron un proyecto, y
hasta hoy…
-Pero mujer. Esta propuesta es posibilista, se ha
hecho hablando con todos y cada uno de los vecinos, escuchando sus problemas,
conociendo sus miedos, sabiendo desde un principio hasta dónde podemos llegar
económicamente. No hemos hecho un proyecto cara a la galería, para exhibirlo en
foros profesionales ¡Tenga confianza en nosotros!
Nos
sentimos a gusto dirigiendo esta obra. No es especialmente complicada más allá
de atender y conciliar las demandas de cada vecino. Y en estos tiempos que corren
es una gran obra de rehabilitación, no para ganar ningún premio, pero si para
sentirnos profesionales útiles y apreciados por los usuarios ¡Y hemos
conseguido la subvención! La historia del edificio, la de las personas que han
asociado su vida al mismo, merece nuestro respeto e interés.
Los
ojos de Amelia desprenden un vivo brillo siempre que habla con nosotros. Esos ojos
que han visto los años de humilde esplendor del inmueble, de deterioro
constante de sus instalaciones, de dejadez de los vecinos y que han presenciado
la escenificación de las falsas promesas de las administraciones y los
intereses espurios de alguno de sus moradores, nos miran desde la penumbra del
zaguán y transmiten el calor del agradecimiento, la confianza en lo que hacemos
y la satisfacción por el trabajo que realizamos. Es una de las sensaciones más
agradables que recuerdo de entre todas las generadas por mi vida profesional, y
las emociones que percibo justifican sobradamente el tiempo empleado para
redactar el proyecto que estamos ejecutando; las largas horas en las
dependencias de la Administración para asegurar las subvenciones; las
discusiones en las asambleas de propietarios, encauzando sensibilidades,
conjugando intereses y sufriendo las miserias humanas de unos y otros. Cuando
mis ojos se cruzan con los de Amelia, cuando percibo su luz, me siento
profesionalmente confortado, y aunque nadie lo entienda, me doy cuenta de que esa
mirada es
MI PREMIO
PRITZKER PARTICULAR
(*)luna: En Aragón, patio de luces.
Un relato entrañable vestido de realismo arquitectónico...
ResponderEliminarPrecioso Javier ¡cuanta verdad y autenticidad hay en ese relato! El ejercicio de la profesión de arquitecto no podría entenderse sin el servicio a los demás, para mi es lo más valioso. Gracias.
ResponderEliminarMuy bonito Javier. Cuánta satisfacción trabajar con vecinos y cuánta responsabilidad.
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