miércoles, 27 de noviembre de 2013

LA ARQUICEPCIÓN

Desde pequeños descubrimos, y nos enseñan, la existencia de cinco sentidos que nos ayudan a comprender y deambular por el mundo, permitiendo nuestra relación con el entorno a través de la captación de impresiones que, tratadas en el cerebro y pasadas por el tamiz de nuestra educación y experiencia, se convierten en nuestra idea de la realidad. La conocida lista compuesta por la vista, el oído, el olfato, el gusto y el tacto, se puede ampliar con un número variable de otros sentidos, aceptándose como tales la termocepción, la nocicepción, la propiocepcion y la equilibriocepción, mientras se discute sobre la existencia de un sentido de alerta que advierte cuando alguna cosa no anda bien o cuando nuestras acciones pueden comprometer nuestra seguridad. Los arquitectos hemos desarrollado un sentido propio que nos permite percibir nada más visitar un ámbito espacial abierto o cerrado las imperfecciones o incongruencias constructivas, compositivas y funcionales que existen en el mismo y que habitualmente pasan desapercibidas para la mayoría. Esta cualidad, no exclusiva de los arquitectos e innata en muchos, se adquiere y perfecciona tras nuestro paso por las Escuelas de Arquitectura y después de años de ejercicio profesional. Se trata de





No me refiero a la capacidad de detectar las barbaridades arquitectónicas y urbanísticas, que abundan en nuestras ciudades y especialmente en los nuevos barrios de la periferia, recintos sin alma, generalmente conformados por bloques impersonales de ladrillo, auténticas excrecencias cerámicas, que hacen buena la definición de ciudad como lugar social de desocialización de lo social. ¡Esos disparates son percibidos, y sufridos, por la mayoría! Tampoco me remito a la capacidad de ruborizarse ante la contemplación de muchas de las obras que las arquiestrellas, más o menos fugaces, han erigido por doquier, caprichosos resultados de su ego desmedido y del de algunos políticos, convencidos todos de estar situados por encima del bien y del mal, y de la necesidad de dejar su impronta urbana, inconscientes de su condición de bufones de un capital que va camino de encontrar sustitutos para todos ellos.

Me refiero a la capacidad de descubrir para bien o para mal, los pequeños detalles de la arquitectura cotidiana: la candidez de una construcción popular, sin autor conocido, que deviene en poderío por ser fiel a las raíces de su entorno; el lenguaje cómplice del profesional que sólo se expresa libre en el pequeño detalle compositivo con el que trata de comunicar su idea de arquitectura y de las relaciones con el entorno construido; los intentos de muchos de nosotros para conectar con el hilo de la historia del lugar. Ese sentido que nos permite percibir inmediatamente el juego pausado, brillante, apresurado o tosco de los elementos menores que conviven en el espacio urbano, entre si y con los edificios que les rodean.

¡No se puede ir contigo! ¡Lo criticas todo!, nos dicen muchas veces nuestros acompañantes un tanto hastiados de los quisquillosos comentarios ante un nuevo edificio, una restauración o un espacio urbano lleno de interferencias, incongruencias y desaliños que nuestra percepción arquitectónica, y parece que sólo la nuestra, percibe provocándonos una sensación de malestar. Viendo la botella medio llena, esta facultad es la misma por la que sentimos, y disfrutamos, sutiles sensaciones placenteras al percibir las relaciones cómplices entre elementos constructivos o urbanos que generalmente no son captadas conscientemente por el usuario de la arquitectura, aunque en éste también provoquen bienestar. En todo caso, las reacciones de muchos de nuestros acompañantes en caso de elogio de lo que vemos no difieren mucho de las anteriores: ¡que pesado que eres! ¡Otra vez con tus monsergas!

Los arquitectos, en nuestra época de formación universitaria y a base de suspender año tras año las asignaturas de Dibujo Técnico, Análisis de Formas, Geometría Descriptiva y, posteriormente, Proyectos, desarrollamos no tanto unas técnicas de dibujo como una manera específica de percibir la realidad que nos rodea, despertando el sentido de la arquicepción que nos permite tratar cualquier ámbito espacial en nuestra mente como si de un dibujo se tratara, analizando encuadres, composiciones, puntos de fuga y la conmensurabilidad de las partes que lo componen. Con el tiempo y nuestro esfuerzo, esta habilidad se perfecciona, se automatiza, se hace inconsciente y se complementa con el estudio comparativo de nuestras ideas y percepciones con modelos de referencia asumidos por la ortodoxia docente, permitiéndonos así realizar nuestros proyectos, mejor o peor dibujados, pero dentro de unos cánones aceptados como correctos; y determinar nuestra opinión sobre la calidad del espacio que vivimos o contemplamos. También existe la comparación con referentes heterodoxos, pero ésta, posiblemente más interesante, es menos habitual y, salvo excepciones, creo que difícil de encontrar en la etapa universitaria.



Por formación, o deformación, nos hemos acostumbrado a escudriñar constantemente nuestro entorno cotidiano, y percibimos inmediatamente cualquier nimio cambio que afecte a las relaciones entre el trazado urbano, los edificios y el mobiliario de la ciudad, en cualquier combinación, comparando constantemente los encuadres que nuestra mente ha archivado anteriormente con la configuración espacial de ese momento determinado en que la arquicepción nos avisa, generalmente con una sensación de desconcierto, de que algo ha cambiado. Y es entonces cuando descubrimos que alguien ha cerrado la terraza con una galería de aluminio en el séptimo piso, que el ayuntamiento ha colocado un nuevo “mupi” en el bonito fondo de perspectiva de la calle; que la marquesina de la parada está situada en el peor sitio de entre los funcionalmente posibles, o que los nuevos contenedores de basura entorpecen la visión lejana de un conjunto de fachadas muy interesante. Una variante de la arquicepción nos permite detectar pequeños, ¡o grandes, vaya usted a saber! defectos constructivos: ese desplome de un pilar, la grieta en aquella pared o el abombamiento del frente de ladrillo caravista que recubre el forjado…

En los últimos tiempos este sentido perceptivo particular de casi todos los arquitectos, y de otras muchas personas, no hace sino disparar alertas para avisarnos constantemente de situaciones desagradables en nuestro entorno cotidiano. A la, generalmente, mala calidad de la arquitectura comercial cotidiana hemos de unir la falta de sensibilidad de los responsables de señalizar, iluminar, amueblar y reparar nuestras ciudades…y del personal encargado de las obras específicas: ¡parece que estuviesen aplicando el manual de construcción de la ciudad según principios antiestéticos! Si hay un fondo de perspectiva interesante en una calle, ¡ahí se ordena colocar un poste multiseñalización! Si una calle en curva nos seduce con la emoción del descubrimiento paulatino de un edificio ¡inmediatamente se nos aparece un conjunto de contenedores de vidrio, papel y plástico! Si se ha recuperado para la ciudad un paño de piedra de un edificio antiguo ¡un eterno cartel de la institución que malfinanció la obra ocupa lugar preeminente! Si se repara una rotura en una vía adoquinada ¡la falta de recursos económicos justifica el relleno con un pegote de asfalto!

Pero hay más. Nuevas tiendas que abren y, sin saber como, consiguen permiso municipal para pintar su fachada con un color que descalabra tanto la retina del observador como la fachada del edificio donde se ubica, castigando además a ambos con unas letras en un color chillón; revestimientos realizados con el esfuerzo, dedicación y amor por la obra bien hecha de un albañil que sabe más de enfoscados, revocos, estucados, guarnecidos y enlucidos que todos nosotros juntos, aparecen al día siguiente de su finalización violados por un “tag”, la firma de un presuntuoso pseudografitero que demuestra una absoluta falta de sensibilidad y respeto por el trabajo de los demás, incluidos los grafiteros, y por la belleza de un lienzo inmaculado o por la veta de un mineral que, además de los milenios que la naturaleza ha necesitado para su creación, ha requerido el esfuerzo de muchos trabajadores hasta ocupar ese sitio en la pared; recoletas plazuelas en las que distintas intervenciones separadas temporalmente varios años o financiadas por distintas instituciones públicas, nos ofrecen un auténtico muestrario de puntos de luz, clásico-modernos, moderno-clásicos, rupturistas, integradores y sostenibles, todos juntos en reunión de pastores y matando la oveja; terrazas que rematan la composición de un edificio, que tanto costó diseñar al arquitecto que, además debía cumplir con las normas urbanísticas del planeamiento y que los vecinos, con la coartada del aislamiento y el ahorro de energía, se cierran con armatostes de aluminio consiguiendo así agrandar el salón…



Podría seguir ad infinitum enumerando situaciones similares. Todos las conocéis bien, las sufrís cada día tanto como yo. Y aunque se pudiese estudiar y comprender el resultado urbano de todas estas circunstancias mediante la teoría del caos, la parte determinista de mi mente reniega de tal posibilidad y considera que es fruto de la falta de recursos económicos para la conservación y mantenimiento de nuestras ciudades, junto con la indolencia de personas e instituciones, la pereza para pensar una solución adecuada a cada necesidad urbana por pequeña que esta sea, el egoísmo de individuos que ignoran su pertenencia a un conjunto, y la falta de sensibilidad estética generalizada en la sociedad, fruto de una ausencia de formación secular que las nuevas leyes educativas están muy lejos de corregir.

Durante mi época de profesor de dibujo en un colegio trataba de transmitir a los chicos y chicas a los que daba clase lo importante que era indagar en las relaciones de todos los elementos que poblaban sus entornos cotidianos, las redes invisibles que los conectaban, tratar de averiguar porqué estaban situados ahí y no en otra parte, porqué eran así y no de otra forma, porqué tenían ese tamaño y no otro. Quería que aprendieran a mirar la casa, la ciudad y el paisaje con ojos ávidos de detectar las leyes secretas de la belleza de los objetos, a considerar que modificar un insignificante elemento de una construcción podía desvirtuar el conjunto. Y les incitaba a hojear libros de arte y naturaleza para tratar de graduar sus percepciones; intentaba que comprobaran que algo tan sencillo como una sucesión de farolas o una serie de calles perpendiculares a la principal, podía ser un instrumento de medida del espacio; que ellos mismos eran un instrumento de medida. Quizás estuviera equivocado y al acabar la clase echaran unas risas a mi costa; quizás la única ley secreta a descubrir sea la ausencia de leyes, pero si uno de aquellos jóvenes ha podido sentir la emoción que transmite la perfecta imperfección de algunos edificios y renegar porque una señal, un banco, un contenedor interfiere en la misma, entonces me doy por satisfecho.



La ausencia de este afán de observación y conocimiento provoca un desinterés general por realizar correctamente cualquier intervención constructiva, por fácil que ésta sea. Cada vez nuestros entornos vitales cuentan con un número mayor de elementos y situaciones espaciales y estéticas que contaminan el medio urbano, disminuyen su calidad y provocan graves interferencias en la percepción arquitectónica. ¡Todo es mezcolanza aleatoria, desidia y sinsentido! ¡Todo cuenta con coartada económica...menos hacerlo bien! ¡Y no corren buenos tiempos para preocuparse preferentemente por estos temas, aunque los pequeños encargos que nos llegan serían los apropiados para dotar de sosiego y corrección a los espacios cotidianos!

Si he de ser sincero, las sensaciones negativas que la arquicepción me proporciona de un tiempo a esta parte superan con creces a las agradables, produciéndome una mezcla de jaqueca y rabia tal que desearía no poseer dicha habilidad perceptiva, o al menos ser capaz de interrumpir momentáneamente su conexión con mi mente. Pero esto va incluido con la profesión de arquitecto y lo acepto sin quejarme mucho más y sin renunciar a la denuncia de los defectos y la alabanza de los aciertos. Eso si, cuando viajo o estoy fuera de mi entorno habitual, tengo asumido que mis acompañantes sigan recriminándome mis continuas observaciones, ya sean críticas o halagadoras con lo que veo: ¡ya está otra vez el pesado éste con sus charretas de arquitectura!

Por cierto
 ¿ALGUIEN TIENE ARQUIASPIRINAS?


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