En
los últimos tiempos, la crisis ha hecho que gran parte de mis clientes la
constituya Comunidades de Propietarios que acuden al despacho para resolver deficiencias
o cuestiones constructivas, de mayor o menor importancia, en sus inmuebles. No
pertenecen a un barrio determinado sino que su extracción es de lo más variada
dentro del tejido urbano, y las edificaciones afectadas van desde edificios de
lujo a viejos inmuebles del casco histórico, pasando por adosados en barrios de
la periferia. Las diferencias sociales, económicas y culturales de las
diferentes personas con las que me reúno, no son obstáculo para que todas
tengan un denominador común:
la
desconfianza frente al Arquitecto.
La
casuística de personas con las que me encuentro nunca deja de sorprenderme: parejas
de profesionales que hasta hace poco tiempo no les había importado pagar lo que
fuera por tener una vivienda en un sitio exclusivo, con caros diseños
revestidos de materiales exóticos, parecen de repente concienciadas por la
necesidad de efectuar mantenimientos periódicos sobre cuyo elevado coste nadie
les advirtió, acusando al arquitecto de ser un pretencioso endiosado; familias
acomodadas que se mudaron a una urbanización de lujo de las afueras, caen ahora
en la cuenta de que el aislamiento térmico y acústico de la exclusiva y lejana vivienda
que habitan no es mejor que el de las vecinas viviendas de protección, acusando
al arquitecto de llevarse unos honorarios sin haber controlado la ejecución de
los trabajos ni haber previsto unos aislamientos acordes con una edificación de
su categoría; ancianos que todavía resisten en edificios de un centro histórico
cada vez más terciarizado y residencialmente abandonado, tienen miedo de no
poder soportar la carga psicológica y económica, de acometer unas obras de
mantenimiento y conservación que la inspección técnica les obliga y que nadie
antes consideró pertinente realizar cuando el problema era fácil de resolver, y
ahora no se fían de ninguno especialmente del arquitecto que ha traído la
comunidad y que seguramente viene a llevarse, como todos, sus dineros; parejas
de recién casados que recientemente han entrado en la vivienda VPO que con
tanto esfuerzo siguen pagando, se lamentan de la aparición de grietas y otros defectos
que nadie les repara y del gasto que el informe del arquitecto va a ocasionar a
su maltrecha economía, total para nada, pues ya se sabe que los arquitectos son
corporativistas y va a resultar que el proyecto era perfecto y la dirección
encomiable; propietarios de viviendas que, aprovechando unos defectos más
aparentes que peligrosos y que llevan años en la casa, quieren que las obras de
reparación les salgan gratis, demandando a todo bicho viviente, en especial los
técnicos, ya que al fin y al cabo, siguen en ejercicio y tienen un seguro que
les ampara…
En
las reuniones con los afectados, noto miradas de desconfianza que se clavan en
mi persona; todos me escudriñan atentos a cualquier duda o punto débil en mi
discurso. Siempre hay quien sabe mucho más que tu de arquitectura y construcción,
bien por haber trabajado en mayor o menor medida en los aledaños de la
edificación, bien por tener un cuñado albañil… ¿Cómo actuar ante cada caso? ¿El
cliente siempre tiene razón incluso sin saber de Arquitectura? ¿Cierro los ojos
y preparo un trabajo que, caiga quien caiga, deje contento al cliente aunque no
tenga razón, que en estos tiempos unos honorarios son unos honorarios? ¿Intento
aplicar lo que creo es mi responsabilidad social como arquitecto y actúo bajo
mi concepción ética personal? ¿Doy media vuelta y me voy? ¿Qué hacer? ¿Qué
hacer?
La
relación entre el arquitecto y su cliente trasciende lo profesional y comercial
para entrar de lleno en el mundo de las relaciones humanas, ya que la
naturaleza del servicio requerido, la vivienda y su mantenimiento, supone intervenir,
generalmente durante periodos de tiempo prolongados, en la satisfacción de una
necesidad básica de la persona, en la materialización de un derecho, que
consume gran parte de sus recursos económicos y que condiciona su vida y
bienestar futuro. Sin embargo, nadie nos ha preparado para este trato con los
clientes, y menos si estos son personas particulares; nadie nos ha dado pautas para
empatizar con nuestros clientes, muchas veces de extracción social y cultural
muy diferentes a las nuestras.
¿Cómo
se ha generado esta desconfianza? ¿Cómo hemos perdido nuestro predicamento ante
quienes más nos necesitaban, ante quienes eran la razón principal de nuestra
profesión?
En
demasiadas ocasiones, muchos arquitectos han desdeñado al individuo que buscaba
satisfacer su necesidad de alojamiento o de habitar un espacio para una realizar
una determinada actividad por considerarlo un ignorante en materia de Arquitectura,
incapaz de apreciar la excelsa bondad de sus diseños y por tanto indigno de
habitarlos, de apropiárselos. Así, sin ofrecer una mínima docencia sobre
Arquitectura, se ha expulsado a la persona, y por extensión a quienes la
rodean, de la misma, bien ofreciéndole sin miramientos el proyecto que el
arquitecto querría para si mismo, permitiéndole “graciosamente” residir en él
más como un honor que por haber hecho el encargo, relegándole al papel de elemento
exótico discordante y kitsch; bien ofreciéndole un proyecto ramplón y sin
interés, por no considerarle merecedor de su esfuerzo intelectual. Tristemente,
estos profesionales han antepuesto su ego al cliente, han empatizado más con el
lugar del proyecto que con las personas que lo iban a vivir. Y estas, en justa
venganza, confiaron más en el albañil al que encomendaron las obras, que al
menos les escuchaba y ofrecía soluciones “normales” que en el engreído que
nunca aparecía por la obra, verdadero bobo prescindible sino fuera por los
certificados.
Cuando
el cliente era un promotor profesional, la altanería intelectual de estos arquitectos
solía mutar en servilismo, doblegándose sin resistencia a sus gustos, ideas y
pretensiones, negando tres y trescientas veces todo principio arquitectónico, olvidando
cualquier atisbo de la función social de la arquitectura y aplaudiendo la
chabacanería y éxito social de tal mecenas. Mención aparte merece el cliente
político, que con la excusa del beneficio para los ciudadanos, ha buscado entre
este grupo de arquitectos a la “arquiestrella” o “arquiestrellita local”, según
el ámbito, que mejor pudiera satisfacer su ego, influyéndose mutuamente hasta
escuchar al unísono, de boca de ambos, que esa obra tan demandada por la
población, iba a ser un referente internacional de la ciudad, su marca, y que independiente
del coste de construcción, que no se desviaría de la previsión inicial, devendría
en beneficios por las vías colaterales más impensables. La consecuencia de esta
simbiosis la conocemos todos: obras alejada de la escala del ciudadano, de sus
necesidades reales, inacabadas, insostenibles y burocráticamente enmarañadas, reformado
tras reformado, exceso de medición tras exceso de medición.
Pero en la generación de desconfianza sobre los
arquitectos tampoco la sociedad está libre de culpa, voluntariamente seducida
por los cantos de sirena que hasta hace bien poco, desde todas las direcciones
y en todos los ámbitos de la economía y el poder, le ofrecía el capitalismo
triunfante, que a la vez la sedaba con panem et circenses en forma de recintos deportivos,
circuitos de fórmula uno, innumerables campos de golf o estrambóticos
mega-equipamientos para la cultura-espectáculo; negándose a escuchar las voces,
tímidas e incómodas, que le advertían de los peligros de quienes ofrecían un
imposible crecimiento perpetuo y dando pábulo a mensajes triunfalistas: “quien
no se compra una vivienda en España es porque no quiere” , “los pisos son caros
porque los españoles tienen dinero para comprarlos” decía en 2002 un ingeniero
de caminos, ministro del gobierno de España.
La sociedad, asustada por el caos económico en que
se encuentra, lejos de las promesas de riqueza que se le hicieron, en medio de
calamidades que nadie le advirtió y consciente de que la burbuja inmobiliaria
es la causante de gran parte de sus males; conocedora de los modos de actuar de
los arquitectos que han intervenido, por acción u omisión, en el caos de la
construcción y el urbanismo, pero no consciente de todas las circunstancias que
rodean al resto de esa profesión, ha creado una imagen estereotipada del
arquitecto, la de un profesional
caprichoso y engreído, ajeno a la vida real, enriquecido a su costa, peaje
burocrático y coste añadido en el proceso constructivo, de la que nos va a ser difícil salir como colectivo.
¿Cómo podemos romper esta imagen tan negativa que
unos pocos han forjado para tantos? ¿Cómo podemos los arquitectos recuperar la
confianza de la sociedad a que nos debemos y de la que no somos sino una parte?
Esta es, sin duda, la gran cuestión que debemos resolver y de cuya correcta resolución
depende lograr, no ya nuestro resurgir profesional, si no la pervivencia de la
profesión, amenazada desde el mundo de la política y desde otras profesiones técnicas,
parece que ansiosas de conseguir nuestras competencias pero despojadas de toda
responsabilidad social. Si recobramos esta confianza y la sociedad nos vuelve a
hacer suyos sintiéndonos necesarios para su desarrollo y bienestar, en el
momento en que las mínimas condiciones económicas vuelvan a conjugarse para permitir
acometer nuevos procesos constructivos, que habrán de basarse, sin duda, en la función
social, conservación, rehabilitación, sostenibilidad y eficiencia del
patrimonio construido, la profesión de arquitecto tendrá un futuro.
Y para ello hay que reconocer los errores cometidos:
endiosamiento, oscurantismo, escasa relación con la sociedad y el mundo real,
falta de diálogo y sometimiento a las directrices económicas del poder. Y sin
perder tiempo en personalizar la culpa, todos y ninguno, ofrecer a la sociedad nuestro
trabajo, apoyo y colaboración, ahora que todos nos sentimos abandonados a
nuestra suerte, a la vez que abrimos un diálogo sincero que nos permita un
conocimiento mutuo tal que nosotros podamos ponernos en lugar de las personas
que usan o van a usar la arquitectura y ellos escuchen lenguajes que hasta
ahora no comprendían ofreciendo propuestas que hasta ahora no comprendían o no
deseaban escuchar.
Pero esta deconstrucción gremial no sólo ha de ser
de cara hacia fuera, sino que debe cauterizar las infecciones que tenemos en
nuestro colectivo. No podemos buscar la confianza de la sociedad si el trato
entre nosotros se basa en el principio de que el arquitecto es un lobo para el
arquitecto. Necesitamos crear, ex novo o a partir de los COAs, una organización
que de verdad vele por nuestros intereses y derechos y los de la Arquitectura;
que nos permita tener una voz fuerte, clara y unida para con la sociedad y ante
los poderes que la amenazan tanto a ella como a nosotros; que asegure la
existencia y progreso del profesional independiente y los pequeños estudios que
han conseguido mantener viva la esencia de la profesión, fomentando los cambios
que sin duda son precisos en su organización y estrategia; que expulse a
aquellos que explotan a estudiantes, recién titulados y microestudios con la
excusa del aprendizaje, el señuelo del prestigio de una colaboración en un
trabajo al que normalmente no se accedería y la esperanza en un trato igual a
igual que nunca llegará, especialmente en lo económico.
No podemos seguir dejando pasar oportunidades de
cambio, de marcar diferencias con otras profesiones, de manifestar públicamente
lo que la sociedad debe saber en materia de arquitectura, urbanismo y
sostenibilidad; no podemos permitirnos fracasos como el de la certificación
energética, que antes de concienciar al ciudadano sobre el derroche energético
y la necesidad de introducir mejoras en el parque edificado ha conseguido
instaurar profundamente en la sociedad la idea de una tasa burocrática más.
Hemos de recuperar ya, si o si, la confianza, tanto entre nosotros como con la sociedad.
Por tanto, si creemos que una nueva manera de hacer
arquitectura, de hacer ciudad, es posible, si estamos convencidos de la función
social de la Arquitectura y de nuestra responsabilidad como arquitectos no
queda otra que ir
EN BUSCA DE LA CONFIANZA PERDIDA
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