lunes, 10 de junio de 2013

¡EN BUSCA DE LA CONFIANZA PERDIDA!

En los últimos tiempos, la crisis ha hecho que gran parte de mis clientes la constituya Comunidades de Propietarios que acuden al despacho para resolver deficiencias o cuestiones constructivas, de mayor o menor importancia, en sus inmuebles. No pertenecen a un barrio determinado sino que su extracción es de lo más variada dentro del tejido urbano, y las edificaciones afectadas van desde edificios de lujo a viejos inmuebles del casco histórico, pasando por adosados en barrios de la periferia. Las diferencias sociales, económicas y culturales de las diferentes personas con las que me reúno, no son obstáculo para que todas tengan un denominador común:

la desconfianza frente al Arquitecto.






La casuística de personas con las que me encuentro nunca deja de sorprenderme: parejas de profesionales que hasta hace poco tiempo no les había importado pagar lo que fuera por tener una vivienda en un sitio exclusivo, con caros diseños revestidos de materiales exóticos, parecen de repente concienciadas por la necesidad de efectuar mantenimientos periódicos sobre cuyo elevado coste nadie les advirtió, acusando al arquitecto de ser un pretencioso endiosado; familias acomodadas que se mudaron a una urbanización de lujo de las afueras, caen ahora en la cuenta de que el aislamiento térmico y acústico de la exclusiva y lejana vivienda que habitan no es mejor que el de las vecinas viviendas de protección, acusando al arquitecto de llevarse unos honorarios sin haber controlado la ejecución de los trabajos ni haber previsto unos aislamientos acordes con una edificación de su categoría; ancianos que todavía resisten en edificios de un centro histórico cada vez más terciarizado y residencialmente abandonado, tienen miedo de no poder soportar la carga psicológica y económica, de acometer unas obras de mantenimiento y conservación que la inspección técnica les obliga y que nadie antes consideró pertinente realizar cuando el problema era fácil de resolver, y ahora no se fían de ninguno especialmente del arquitecto que ha traído la comunidad y que seguramente viene a llevarse, como todos, sus dineros; parejas de recién casados que recientemente han entrado en la vivienda VPO que con tanto esfuerzo siguen pagando, se lamentan de la aparición de grietas y otros defectos que nadie les repara y del gasto que el informe del arquitecto va a ocasionar a su maltrecha economía, total para nada, pues ya se sabe que los arquitectos son corporativistas y va a resultar que el proyecto era perfecto y la dirección encomiable; propietarios de viviendas que, aprovechando unos defectos más aparentes que peligrosos y que llevan años en la casa, quieren que las obras de reparación les salgan gratis, demandando a todo bicho viviente, en especial los técnicos, ya que al fin y al cabo, siguen en ejercicio y tienen un seguro que les ampara…

En las reuniones con los afectados, noto miradas de desconfianza que se clavan en mi persona; todos me escudriñan atentos a cualquier duda o punto débil en mi discurso. Siempre hay quien sabe mucho más que tu de arquitectura y construcción, bien por haber trabajado en mayor o menor medida en los aledaños de la edificación, bien por tener un cuñado albañil… ¿Cómo actuar ante cada caso? ¿El cliente siempre tiene razón incluso sin saber de Arquitectura? ¿Cierro los ojos y preparo un trabajo que, caiga quien caiga, deje contento al cliente aunque no tenga razón, que en estos tiempos unos honorarios son unos honorarios? ¿Intento aplicar lo que creo es mi responsabilidad social como arquitecto y actúo bajo mi concepción ética personal? ¿Doy media vuelta y me voy? ¿Qué hacer? ¿Qué hacer?

La relación entre el arquitecto y su cliente trasciende lo profesional y comercial para entrar de lleno en el mundo de las relaciones humanas, ya que la naturaleza del servicio requerido, la vivienda y su mantenimiento, supone intervenir, generalmente durante periodos de tiempo prolongados, en la satisfacción de una necesidad básica de la persona, en la materialización de un derecho, que consume gran parte de sus recursos económicos y que condiciona su vida y bienestar futuro. Sin embargo, nadie nos ha preparado para este trato con los clientes, y menos si estos son personas particulares; nadie nos ha dado pautas para empatizar con nuestros clientes, muchas veces de extracción social y cultural muy diferentes a las nuestras.



¿Cómo se ha generado esta desconfianza? ¿Cómo hemos perdido nuestro predicamento ante quienes más nos necesitaban, ante quienes eran la razón principal de nuestra profesión?

En demasiadas ocasiones, muchos arquitectos han desdeñado al individuo que buscaba satisfacer su necesidad de alojamiento o de habitar un espacio para una realizar una determinada actividad por considerarlo un ignorante en materia de Arquitectura, incapaz de apreciar la excelsa bondad de sus diseños y por tanto indigno de habitarlos, de apropiárselos. Así, sin ofrecer una mínima docencia sobre Arquitectura, se ha expulsado a la persona, y por extensión a quienes la rodean, de la misma, bien ofreciéndole sin miramientos el proyecto que el arquitecto querría para si mismo, permitiéndole “graciosamente” residir en él más como un honor que por haber hecho el encargo, relegándole al papel de elemento exótico discordante y kitsch; bien ofreciéndole un proyecto ramplón y sin interés, por no considerarle merecedor de su esfuerzo intelectual. Tristemente, estos profesionales han antepuesto su ego al cliente, han empatizado más con el lugar del proyecto que con las personas que lo iban a vivir. Y estas, en justa venganza, confiaron más en el albañil al que encomendaron las obras, que al menos les escuchaba y ofrecía soluciones “normales” que en el engreído que nunca aparecía por la obra, verdadero bobo prescindible sino fuera por los certificados.

Cuando el cliente era un promotor profesional, la altanería intelectual de estos arquitectos solía mutar en servilismo, doblegándose sin resistencia a sus gustos, ideas y pretensiones, negando tres y trescientas veces todo principio arquitectónico, olvidando cualquier atisbo de la función social de la arquitectura y aplaudiendo la chabacanería y éxito social de tal mecenas. Mención aparte merece el cliente político, que con la excusa del beneficio para los ciudadanos, ha buscado entre este grupo de arquitectos a la “arquiestrella” o “arquiestrellita local”, según el ámbito, que mejor pudiera satisfacer su ego, influyéndose mutuamente hasta escuchar al unísono, de boca de ambos, que esa obra tan demandada por la población, iba a ser un referente internacional de la ciudad, su marca, y que independiente del coste de construcción, que no se desviaría de la previsión inicial, devendría en beneficios por las vías colaterales más impensables. La consecuencia de esta simbiosis la conocemos todos: obras alejada de la escala del ciudadano, de sus necesidades reales, inacabadas, insostenibles y burocráticamente enmarañadas, reformado tras reformado, exceso de medición tras exceso de medición.

Pero en la generación de desconfianza sobre los arquitectos tampoco la sociedad está libre de culpa, voluntariamente seducida por los cantos de sirena que hasta hace bien poco, desde todas las direcciones y en todos los ámbitos de la economía y el poder, le ofrecía el capitalismo triunfante, que a la vez la sedaba con panem et circenses en forma de recintos deportivos, circuitos de fórmula uno, innumerables campos de golf o estrambóticos mega-equipamientos para la cultura-espectáculo; negándose a escuchar las voces, tímidas e incómodas, que le advertían de los peligros de quienes ofrecían un imposible crecimiento perpetuo y dando pábulo a mensajes triunfalistas: “quien no se compra una vivienda en España es porque no quiere” , “los pisos son caros porque los españoles tienen dinero para comprarlos” decía en 2002 un ingeniero de caminos, ministro del gobierno de España.


La sociedad, asustada por el caos económico en que se encuentra, lejos de las promesas de riqueza que se le hicieron, en medio de calamidades que nadie le advirtió y consciente de que la burbuja inmobiliaria es la causante de gran parte de sus males; conocedora de los modos de actuar de los arquitectos que han intervenido, por acción u omisión, en el caos de la construcción y el urbanismo, pero no consciente de todas las circunstancias que rodean al resto de esa profesión, ha creado una imagen estereotipada del arquitecto, la de un profesional caprichoso y engreído, ajeno a la vida real, enriquecido a su costa, peaje burocrático y coste añadido en el proceso constructivo, de la que nos va a ser difícil salir como colectivo.

¿Cómo podemos romper esta imagen tan negativa que unos pocos han forjado para tantos? ¿Cómo podemos los arquitectos recuperar la confianza de la sociedad a que nos debemos y de la que no somos sino una parte? Esta es, sin duda, la gran cuestión que debemos resolver y de cuya correcta resolución depende lograr, no ya nuestro resurgir profesional, si no la pervivencia de la profesión, amenazada desde el mundo de la política y desde otras profesiones técnicas, parece que ansiosas de conseguir nuestras competencias pero despojadas de toda responsabilidad social. Si recobramos esta confianza y la sociedad nos vuelve a hacer suyos sintiéndonos necesarios para su desarrollo y bienestar, en el momento en que las mínimas condiciones económicas vuelvan a conjugarse para permitir acometer nuevos procesos constructivos, que habrán de basarse, sin duda, en la función social, conservación, rehabilitación, sostenibilidad y eficiencia del patrimonio construido, la profesión de arquitecto tendrá un futuro.

Y para ello hay que reconocer los errores cometidos: endiosamiento, oscurantismo, escasa relación con la sociedad y el mundo real, falta de diálogo y sometimiento a las directrices económicas del poder. Y sin perder tiempo en personalizar la culpa, todos y ninguno, ofrecer a la sociedad nuestro trabajo, apoyo y colaboración, ahora que todos nos sentimos abandonados a nuestra suerte, a la vez que abrimos un diálogo sincero que nos permita un conocimiento mutuo tal que nosotros podamos ponernos en lugar de las personas que usan o van a usar la arquitectura y ellos escuchen lenguajes que hasta ahora no comprendían ofreciendo  propuestas que hasta ahora no comprendían o no deseaban escuchar.

Pero esta deconstrucción gremial no sólo ha de ser de cara hacia fuera, sino que debe cauterizar las infecciones que tenemos en nuestro colectivo. No podemos buscar la confianza de la sociedad si el trato entre nosotros se basa en el principio de que el arquitecto es un lobo para el arquitecto. Necesitamos crear, ex novo o a partir de los COAs, una organización que de verdad vele por nuestros intereses y derechos y los de la Arquitectura; que nos permita tener una voz fuerte, clara y unida para con la sociedad y ante los poderes que la amenazan tanto a ella como a nosotros; que asegure la existencia y progreso del profesional independiente y los pequeños estudios que han conseguido mantener viva la esencia de la profesión, fomentando los cambios que sin duda son precisos en su organización y estrategia; que expulse a aquellos que explotan a estudiantes, recién titulados y microestudios con la excusa del aprendizaje, el señuelo del prestigio de una colaboración en un trabajo al que normalmente no se accedería y la esperanza en un trato igual a igual que nunca llegará, especialmente en lo económico.



No podemos seguir dejando pasar oportunidades de cambio, de marcar diferencias con otras profesiones, de manifestar públicamente lo que la sociedad debe saber en materia de arquitectura, urbanismo y sostenibilidad; no podemos permitirnos fracasos como el de la certificación energética, que antes de concienciar al ciudadano sobre el derroche energético y la necesidad de introducir mejoras en el parque edificado ha conseguido instaurar profundamente en la sociedad la idea de una tasa burocrática más. Hemos de recuperar ya, si o si, la confianza, tanto entre nosotros  como con la sociedad.

Por tanto, si creemos que una nueva manera de hacer arquitectura, de hacer ciudad, es posible, si estamos convencidos de la función social de la Arquitectura y de nuestra responsabilidad como arquitectos no queda otra que ir


EN BUSCA DE LA CONFIANZA PERDIDA


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