miércoles, 26 de junio de 2013

ARQUITECTURA: LA GRAN TRIBULACIÓN

El 21 de Junio de 2013 era el día señalado. Muchos miraban al cielo, inquietos y asustados, esperando ver como se desplomaba sobre sus cabezas, aplastando de paso los magníficos volúmenes de piedra que jugaban, confiados, bajo la luz del sol en el punto más alto del cielo; otros tantos caminaban dubitativos temiendo que el suelo de granito gris se abriera repentinamente, tragándose las construcciones que sobre él reposaban como si de un tapete se tratase; los menos se tapaban los oídos, temerosos de oír en cualquier momento la voz tonante del todopoderoso reprimiendo a su pueblo por haber vivido por encima de sus posibilidades y castigándole con la eliminación de sus arquitectos.




Ese día era el día. La bondad de la primera jornada veraniega no impedía que el miedo impregnara el aire y enfriara los ánimos de todos. Algunos individuos habían salido a la calle protegidos con cascos negros y calzado de seguridad, en grupos dispersos, dispuestos a resistir la hecatombe anunciada y organizar a los posibles supervivientes. Enarbolando escalímetros, cartabones y antiguos estilógrafos, despuntados pero todavía útiles, los arquitectos, pues de ellos se trataba pretendían advertir a sus conciudadanos de lo que estaba por venir, ofreciendo opciones de supervivencia. Bueno, solo algunos  arquitectos; pocos, más bien, para ser francos. ¡Pero su firme determinación era encomiable!

Parte de la profesión de arquitecto se había sensibilizado, pero solo una pequeñísima fracción se había movilizado. La situación era extrema, ya que se hablaba del “final de la Arquitectura”, de la “extinción de los arquitectos”. Nadie sabía ni la forma en que acabaría ni la hora exacta en que ocurriría pero todo indicaba que ese día 21, hacia el mediodía, era la fecha del apocalipsis. Ante la ambigua actitud de sus organizaciones canónicas, que dudaban entre enterrar la cabeza cual avestruz, para no ver el final de la profesión, o aceptar con educación versallesca el final, pero esperando un postrero milagro redentor, algunos arquitectos habían decidido actuar por su cuenta, alertando de lo que se avecinaba, proclamando orgullosos el amor a su profesión y pensando que la supervivencia y renacimiento de la misma era posible; una minoría ungida de santidad arquitectónica había entrado en combate dialéctico, en el inframundo de las redes sociales, con seres demoníacos enviados por el averno en forma de ingenieros para preparar la gran tribulación que esperaba a la sociedad, a la que engañaban mediante entrevistas en pequeñas televisiones locales; otros muchos, confiaban en la probada resistencia de sus torres de marfil, que aunque debilitadas, seguían ofreciendoles la ilusión de ser arquitecto por encima del bien y del mal. Corría la leyenda, urbana por supuesto, sobre la existencia de arquitectos que no se habían enterado de nada.

A medida que transcurría la mañana algo chirriaba en la escena urbana; algo no concordaba con la situación dramática que se podía desencadenar en cualquier momento. Las noticias que se recibían de todas partes del país indicaban que la ciudadanía estaba haciendo vida normal: las personas realizaban con tranquilidad sus quehaceres cotidianos, trabajando los afortunados que tenían ocupación, estudiando los que podían, realizando las compras y tareas cotidianas unos, manifestándose contra los atropellos gubernamentales otros. Ese viernes no era sino un día cualquiera para el resto de la sociedad ajena a cualquier cataclismo en la Arquitectura. Aquello se parecía demasiado a otro día 21, pero de diciembre de 2012, cuando debió producirse el fin del mundo según la profecía maya.

Fue entonces, en medio de una sorpresa y estupefacción general cuando se supo la noticia:


Variadas fueron las reacciones de los arquitectos al recibir la noticia: algunos pensaban que el peligro no había pasado, que aquello era una añagaza más y que seguíamos sin saber ni el día ni la hora; otros que todo era un gran montaje a lo “Truman”, y que la profesión no había corrido peligro real alguno; los optimistas cantaban jubilosos la victoria de la arquitectura guiando al pueblo; algún afín al poder ortodoxo, dentro de las organizaciones de los arquitectos, afirmaba que la actitud educada había favorecido el milagro, y que el retraso daba tiempo a seguir confiando en la providencia; los que estaban en sus torres de marfil levitaron un poco más, contentos de evitar tener que hacer nuevas y molestas apariciones ante el resto de los mortales, sin ganas de saber nada más de las cuestiones terrenales; unos pocos de los que habían enterrado la cabeza tuvieron que ser atendidos por los servicios de urgencia, nada grave por lo demás. También creció la leyenda sobre los que no se habían enterado de nada.

Mientras todo esto ocurría, los ciudadanos se disponían a afrontar un nuevo fin de semana, de merecido descanso para los que tenían trabajo; de frustración para los que carecían de él; de reivindicación para los más comprometidos; de ilusión, confeti y fantasía para los cargos públicos del gobierno. Nadie había reparado ni en la profecía de apocalipsis de la Arquitectura, ni en los diferentes movimientos de los arquitectos, ni mucho menos en sus advertencias. Asomados a las ventanas de sus viviendas, los ciudadanos observaban el juego desordenado de los tejados de la ciudad a la luz de las reglas de la propiedad del suelo, algunos desde inhóspitos inmuebles que bien podrían dedicarse a cualquier uso; otros, los menos, desde hermosas viviendas eficientes y acogedoras. Nadie era consciente de que ese día estuvo a punto de acabar la arquitectura.

Cuando esa noche los arquitectos fueron a recogerse a sus casas, observando la ciudad pálidamente iluminada por la luna próxima al perigeo, induciendo sugerentes juegos prohibidos en los trazados urbanos, el silencio de la madrugada hizo reparar a muchos en que nadie se les había acercado para festejar que la arquitectura no había muerto y que ellos seguían siendo sus vicarios; no habían percibido palabra o gesto alguno de cariño, comprensión o agradecimiento. De hecho nadie les reconocía su condición de guardianes de la Arquitectura y mucho menos los consideraba “suyos”. Si algo definía el sentimiento de la sociedad frente a lo que había pasado eran las palabras ignorancia e indiferencia.

Y así empezó a surgir la especie de que el fin de la arquitectura hacía tiempo que había comenzado, que no acaecería en forma repentina con un decreto, una catástrofe o unos jinetes negros acabando con los arquitectos, sino que ellos mismos, todos y ninguno, por acción y omisión, habían provocado el temido apocalipsis. Un apocalipsis que, tal como comenzó, sólo ellos podrían detener en un armagedón que se desarrollaría, irremediablemente, en tiempos muy próximos, los tiempos de

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